MI QUERIDA CONFIDENTE, ayer llegamos a la Garrotxa sin contratiempos; la autopista estaba, como siempre, repleta de camiones, pero la lluvia nos dio una tregua. Nos detuvimos en Girona porque a Lola le entró un antojo irresistible de chocolate caliente. Frente al ayuntamiento hay una granja centenaria que sirve un chocolate espeso y delicioso, de esos que te envuelven la lengua y te calientan el cuerpo entero. Nos lo tomamos como dos niñas golosas, lamiendo la taza hasta la última gota. Dicen que el chocolate despierta el deseo, pero a nosotras no nos hace falta excusa: ya ardíamos por dentro.
De camino a Banyoles pasamos por Olot, esa ciudad rodeada de volcanes dormidos. Llegamos al camping Lava con la intención de despertar uno propio. No sé si fue el chocolate o la anticipación, pero el cosquilleo entre las piernas ya era imposible de ignorar.
Empezó a llover con fuerza justo cuando nos entregaron las llaves del bungalow. Era pequeño, acogedor, con una cama de matrimonio que invitaba a perderse. Casi una luna de miel improvisada. Almorzamos en el restaurante del camping, tranquilas, bebiendo mucha agua porque sabíamos que los postres de la tarde nos iban a dejar secas. Llovía sin parar; el repiqueteo sobre el techo fino era una música hipnótica que nos ponía más calientes. La habitación estaba fresquita, así que la manta gruesa de la cama prometía conservar todo el calor que íbamos a generar.
Lola se quitó la falda y las medias de un tirón y se tumbó al borde del colchón, abriendo las piernas con una mirada hambrienta. Me arrodillé entre sus muslos y hundí la cara en su coño ya empapado. Su sabor conocido me golpeó como un rayo: dulce, salado, puro sexo. Lamí despacio, de abajo arriba, rodeando sus labios hinchados, deteniéndome en el clítoris endurecido. Lola empezó a gemir bajito, moviendo las caderas contra mi boca.
Cuando noté que su pelvis se contraía, aceleré el ritmo, chupando fuerte, metiendo la lengua hasta el fondo. —¡Sí, cariño, así, no pares… me voy a correr en tu boca, joder! —gritó, y explotó con un gemido largo y profundo, inundándome la lengua con su corrida caliente. La besé con ansia, compartiendo su sabor, y ella, todavía temblando, me apretaba la cabeza contra su coño como si quisiera fundirnos para siempre. Me desnudó despacio, rozando mis pezones endurecidos con los dedos.
Cuando noté que su pelvis se contraía, aceleré el ritmo, chupando fuerte, metiendo la lengua hasta el fondo. —¡Sí, cariño, así, no pares… me voy a correr en tu boca, joder! —gritó, y explotó con un gemido largo y profundo, inundándome la lengua con su corrida caliente. La besé con ansia, compartiendo su sabor, y ella, todavía temblando, me apretaba la cabeza contra su coño como si quisiera fundirnos para siempre. Me desnudó despacio, rozando mis pezones endurecidos con los dedos.
Estaba tan sensible que cada caricia era una descarga eléctrica. Me tumbé y guié su cabeza rubia entre mis piernas. Su lengua experta se abrió paso entre mis labios mojados, lamiendo, chupando, metiéndose dentro mientras sus manos me abrían más. El olor de mi excitación llenaba la habitación; su boca era puro fuego. Me corrí la primera vez rápido, gritando su nombre; la segunda llegó en oleadas, y después ya perdí la cuenta. Con Lola, el orgasmo no termina: se queda flotando, eterno. Nos besamos otra vez, pegadas, sudorosas. Lola levantó la pierna izquierda y yo me coloqué encima, encajando nuestros coños calientes. Al principio nos rozamos con timidez, sintiendo el calor y la humedad del otro.
Luego fue puro frenesí: clítoris contra clítoris, deslizándonos, chocando, empapadas. Su pequeño triángulo de vello rubio, empapado de nuestros jugos, me rozaba deliciosamente al pasar del calor intenso de su raja a esa textura áspera. —¡Fóllame más fuerte, amor, quiero correrme contigo! —jadeó Lola. —¡Sí, dame tu coño, rómpeme, córrete conmigo, puta mía! —le respondí, perdida en el placer. Llegamos al clímax casi al mismo tiempo, gritando, temblando, mojando las sábanas sin control.
Afuera llovía; dentro, nosotras inundábamos todo. Nos dormimos abrazadas, besándonos sin parar, susurrando “t’estimo” como un sello de nuestro amor. A medianoche, Lola ya me acariciaba el vientre, lamía mis pezones, despertaba de nuevo el fuego. La lluvia azotaba el tejado mientras volvíamos a follar con la misma urgencia que la primera vez, como si nunca hubiéramos tocado el cielo antes. Por la mañana nos levantamos con esa resaca dulce del sexo intenso. La lluvia había parado y el sol entraba por la ventana.
Desayunamos con hambre de comida de verdad; la noche anterior, con tanta calentura, ni siquiera cenamos. Aprovechamos el día claro: pantalones, botas de montaña, chubasquero y a caminar. Conquistamos el volcán de Santa Margarida —el cráter más grande de la península—, el Croscat y un par de bocas secundarias.
Desayunamos con hambre de comida de verdad; la noche anterior, con tanta calentura, ni siquiera cenamos. Aprovechamos el día claro: pantalones, botas de montaña, chubasquero y a caminar. Conquistamos el volcán de Santa Margarida —el cráter más grande de la península—, el Croscat y un par de bocas secundarias.
El tiempo nos respetó, pero ahora, mientras escribo, las agujetas nos recuerdan que somos urbanitas poco acostumbradas a tanto ejercicio… aunque el mejor esfuerzo lo hicimos en la cama. ¡Ay, querida María, qué hermoso es todo esto sin hombres de por medio!
El día 27 volvemos al trabajo, a la rutina diaria, pero Lola y yo sabemos que pronto lo dejaremos todo atrás. Hoy bajaremos a Olot a hacer turismo y, por fin, cenaremos en un restaurante de cuatro estrellas.
Cuando nos pregunten si queremos postre, nos miraremos con ojos lujuriosos y diremos: “De momento no, gracias; con un cafelito nos basta”. El postre somos nosotras.
Continuara...



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