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Micro relato erótico: Erotismo en un hotel de lujo

AYER LLEGAMOS UN POCO TARDE, sin ninguna prisa. Nos paramos en un buen restaurante para disfrutar de una cena deliciosa, con vino que nos dejó el cuerpo caliente y relajado. Por suerte, hoy no trabajamos; si no, con tanta comida rica, el gimnasio habría sido obligatorio. Lola ya está perfecta, ya no mancha nada; te lo certifico, anoche no. Después de la regla, follamos con toda la intensidad del mundo. Te escribo ahora cerrando las piernas con fuerza, recordando cómo me despertó esta mañana con su lengua, y esperando que vuelva a hacerlo pronto...
Pero hoy la vivencia que te cuento no es de hace mucho; ocurrió hace solo dos semanas y aún la tengo fresca en la memoria, palpitando entre mis muslos.
Te voy a hablar de un servicio externo, una salida a un hotel. Una noche completa.
En nuestro oficio, el cliente es lo primero: discreción absoluta. Algunos de nuestros clientes más importantes —hombres públicos, de esos que imaginas en las noticias, poderosos y con dinero de sobra— no se arriesgan a venir al local. Prefieren que una agencia les envíe mujeres a su terreno: chicas femeninas, normales, que parecen cualquier cosa menos prostitutas de calle, y que en la cama nunca dicen que no a nada.
Acabé la jornada un miércoles. Al salir del burdel, con el dinero bien guardado, la jefa me dijo:—Mañana tienes servicio de hotel, tú y Lola. Rosa, —¿Juntas? —pregunté, ilusionada.—No, cariño. Cada una con un cliente distinto.—Vale —suspiré, resignada. Juana -la madame- sabe lo nuestro y siempre intenta no separarnos mucho, pero el negocio es el negocio.
El jueves nos quedamos en la cama hasta tarde, holgazaneando, besándonos despacio, tocándonos hasta corrernos varias veces. Preparamos una comida abundante porque no sabíamos si cenaríamos por la noche. Bebimos mucha agua; después de tanto placer, estábamos deshidratadas. Pasamos la mañana recogiendo la casa y preparándonos: elegimos vestidos, lencería fina, todo lo necesario.
Por la tarde fuimos a la peluquería. Mi pelo rizado necesita manos expertas para domarse. No hacía falta depilarnos; la semana anterior nos dejaron el coño suave como el de una niña, solo con un pequeño triángulo invertido arriba, como una flechita que señala el camino. Los pelitos cortitos, suaves. Cuando Lola y yo frotamos nuestros coños, con los clítoris hinchados y sensibles, esa pelusilla rozando despacio o con furia es un placer inmenso, que nos hace gemir como locas.
Me puse un vestido provocador, no demasiado vulgar, pero que marca curvas y atrae miradas. —Cariño, hace frío —me advirtió Lola.
Pero con mi abrigo de imitación piel, no pasé nada.
A las ocho llegamos al piso. Juana nos repasó de arriba abajo y sonrió aprobando. Lola, con un vestido gris ajustadísimo, estaba preciosa, irresistible.—Hoy es el hotel Vía Sants, las dos. Lola, tú a la 214; Carmen, a la 120.
El taxi nos esperaba abajo. Nos llevó en silencio.—Buenas noches —dijo el taxista con una sonrisa pícara.—Buenas noches —respondimos nosotras, discretas.
Entramos al hotel como dos mujeres normales, elegantes. Subimos por las escaleras: nunca cogemos el ascensor, es un sitio pequeño donde puedes encontrarte con cualquiera.
Segundo piso. Aunque somos veteranas, siempre hay esa incertidumbre deliciosa: ¿Quién estará detrás de la puerta?
Toqué suavemente con los nudillos. La 214 se abrió.
Un hombre bien vestido, traje caro, de esos que cuestan más que el sueldo de un mes de mucha gente. No guapo de revista, pero atractivo, culto, educado. Se le notaba en la forma de moverse, de hablar.—Qué suerte tengo hoy; eres preciosa —dijo galante, quitándome el abrigo y colgándolo con cuidado—. Pasa, por favor. Llámame Joan. Me han dicho que tú eres Carmen.—Así me llaman. Si no te molesta, te llamaré cariño.
Aunque era un caballero, sus ojos ya habían recorrido mis pechos, mis caderas. Los hombres siempre son hombres.
En noches completas, mi truco es la seducción lenta: dejar ver lo justo para encender la imaginación, cocinar el deseo a fuego lento.
Lo miré fijándome en su olor caro, masculino. Me acerqué, lo besé en la frente, apretando mi cuerpo contra el suyo. Mi perfume, mi calor, empezaron a hacer efecto. Luego besé su boca con lujuria, mordisqueando sus labios. Él respondió rápido: su mano subió a mi pecho, apretando mis pezones que ya estaban duros bajo la tela.
Le guié la mano bajo la falda. Un gemido escapó de su garganta al sentir la humedad de mis bragas.
Nos separamos un instante.—¿Qué es esto? —pregunté señalando la mesa.—Me he permitido pedir algo ligero. Creo que lo vamos a necesitar; intuyo que la noche será intensa.—Claro, cariño. Y yo me encargaré de que recorras todos los rincones del placer —le susurré, abrazándolo fuerte.
Nos sentamos a comer. El vestido era semitransparente; mis pezones se marcaban, y él no podía dejar de mirarlos. La mesa era pequeña, redonda. Mi pie descalzo rozaba su pierna por debajo. Él tosió, incómodo con la erección que ya le apretaba el pantalón.—Ahora toca el postre —dije, levantándome y sentándome a horcajadas sobre él.
El calor de mi coño mojado se filtraba a través de su ropa. Tomé un trocito de pastel, lo metí en mi boca y lo besé, compartiendo la crema dulce con nuestras lenguas. Nuestros alientos se mezclaron, calientes, hambrientos.
Estaba loco de deseo. Obedecía como un cachorro.—Levántate —ordené suavemente.
Se puso de pie. Le bajé los pantalones, los calzoncillos. Su polla era normal, pero dura como piedra, venosa, palpitante. Me arrodillé y me la metí en la boca hasta el fondo, chupando, lamiendo, follándomela con la garganta. Lo llevé al borde, pero paré justo antes de que se corriera.—Ven —le dije, con la voz ronca de excitación—. Desnúdame despacio. Ahora todo me sobra.
Me quitó la ropa con manos temblorosas. Quedé desnuda ante él, ofreciéndole mi cuerpo. Me tumbé en el borde de la cama, abrí las piernas.—Primero tú me comes a mí.
Se arrodilló, atrapó su cabeza entre mis muslos. Su lengua era experta, caliente, húmeda. Me lamió el clítoris en círculos, metió dedos dentro, curvándolos justo donde me vuelve loca. Grité, me retorcí, y me corrí fuerte, chorros de placer empapándole la cara.
Ahora sí estaba desatado.
Se tumbó encima de mí, me penetró de un solo empujón profundo. Follamos en misionero, piel con piel, sudor con sudor. Me sorprendió su aguante: hora y media sin parar, embistiéndome con fuerza, mis tetas rebotando, mis uñas en su espalda.—Joder, cómo me follas... más fuerte, cariño, rómpeme el coño... —gemía yo, cerca del clímax.—¡Sí, puta mía, te voy a llenar de leche! —gruñó él, acelerando.
Se corrió dentro, espeso, caliente, abundante. Pero no salió. Siguió duro. Nos quedamos así un rato, unidos, palpitando.
Luego volvió al ataque. Cambiamos de postura: me puso a cuatro patas y me clavó tan profundo que por un segundo recordé a Toni, esa fuerza animal. Me folló el coño sin piedad, aunque le ofrecí el culo abriéndome las nalgas con las manos; él prefirió mi vagina, empapada, chorreante.—Cógeme más fuerte, joder... sí, así, dame toda tu polla... me voy a correr otra vez... ¡fóllame, fóllame hasta que no pueda más!
Grité cuando el orgasmo me partió en dos, apretando su polla dentro de mí.
Nos dormimos un rato, oliendo a sexo puro. Me despertó su mano suave en mi vientre y su erección rozando mi culo. Follamos de nuevo hasta el amanecer, exhaustos, perdidos en el placer, como si el tiempo no existiera.
A las seis di por terminada la noche. Me duché, me vestí, fui a darle un beso de despedida.
Me cogió las manos, suplicante:—Cariño, por favor... uno pequeñito más.
Tenía otra erección impresionante después de todo.
Me subí la falda, me bajé las bragas y me senté sobre él, cabalgándolo con furia. El “pequeñito” duró más de media hora, hasta que los dos nos corrimos gritando.—Sí, córrete dentro, lléname otra vez... ¡joder, qué polla tienes!
Me vestí rápido, le di un beso: «Adeu, rei».
Juana ya estaba nerviosa esperándome.—Joder, Carmen, qué noche te has perdido... —dije a Lola, que había llegado antes.—Lo siento, me dormí —mentí sonriendo.
Fuimos a casa, dormimos toda la mañana abrazadas, y por la tarde al burdel. 

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