Lola y yo, antes de ir al trabajo y después de esa noche intensa que ya os imagináis, decidimos desayunar como dios manda en un restaurante del Portal de l'Àngel. Con un menú delicioso delante, nos miramos a los ojos, brindamos con el café y nos deseamos envejecer juntas, acompañadas, si la vida nos lo permite. Salió el sol justo para nosotros.
Sobre las tres y media abandonamos el local. No llovía, el aire era fresco y caminamos cogidas de la mano hasta el piso. El día estaba tranquilo: solo cinco chicas y Juana, nuestra madame, haciendo equilibrios para colocar las citas y esperar a algún habitual que apareciera sin avisar.
Entré en la habitación de Lola. Cerré la puerta con pestillo y, nada más vernos, nos lanzamos la una sobre la otra como si lleváramos meses sin tocarnos. Nos besamos con furia, con hambre, las lenguas enredadas, mordiscos en los labios, jadeos que resonaban en la habitación.
Sus manos me apretaron el culo por encima de la falda, yo le metí las mías bajo la blusa y le pellizqué los pezones ya duros.
“Joder, amor, cómo te deseo”, me gruñó al oído mientras me empujaba contra la pared. Le bajé la cremallera del vestido y se lo arranqué de un tirón. Debajo solo llevaba unas braguitas rojas de encaje que ya estaban empapadas. Me arrodillé delante de ella, le separé las piernas y hundí la cara en su coño.
Olía a sexo puro, a nosotras. Lamí sus labios hinchados, chupé su clítoris con avidez, metí dos dedos dentro y los curvé para rozarle ese punto que la vuelve loca.
Lola se agarró a mi pelo y empezó a mover las caderas contra mi boca. “¡Sí, así, mi puta preciosa! ¡Cómete mi coño entero!”. Sus gemidos subían de volumen, las piernas le temblaban. La sentía palpitar en mi lengua, cada vez más mojada, más caliente. Cuando estaba a punto de correrse, saqué los dedos y los llevé a su culo. Los unté bien de sus propios jugos y, despacio, le metí uno en el ano mientras seguía lamiéndole el clítoris sin piedad.
Eso la destrozó. “¡Me corro, joder, me corro en tu boca!” gritó, y explotó con un chorro caliente que me empapó la barbilla. Se convulsionó contra mi cara, apretándome con los muslos, hasta que se quedó sin aliento.
Me levanté, me limpié la boca con el dorso de la mano y la besé para que probara su propio sabor. Ella me devolvió el beso con más hambre todavía, me quitó la ropa a toda prisa y me tumbó en la cama. Se colocó entre mis piernas, me abrió el coño con los dedos y empezó a devorarme como si quisiera vengarse. Su lengua era puro fuego: me lamía el clítoris en círculos rápidos, me metía tres dedos hasta el fondo, me chupaba los labios como si fueran caramelos.
Yo ya estaba al límite. “¡Lola, mi amor, fóllame más fuerte! ¡Quiero correrme en tu cara!”. Ella aceleró, añadió un dedo en mi culo y me miró a los ojos mientras me follaba con la mano y la boca. No aguanté ni un minuto más. Me corrí con un grito ahogado, el coño palpitando alrededor de sus dedos, chorros de placer que le salpicaban la lengua. Fue un orgasmo largo, intenso, de los que te dejan temblando y con lágrimas en los ojos.
Nos quedamos abrazadas un rato, respirando agitadas, acariciándonos la piel sudorosa. “Que tengas ratitos cortos y muchos billetes, mi vida”, me susurró al oído. “Esto lo dejamos pronto, te lo prometo”. Nos dimos un último beso lento, profundo, y salimos cada una a su habitación.
Los clientes llegaron poco a poco, pero llegaron. Los tres primeros eran el clásico marido que, tras la comilona familiar, busca descargar la tensión acumulada. Olían a sobremesa, a vino y a prisa. Ninguno aguantó más de veinte minutos. Solo uno tuvo fuerzas para un segundo asalto, flojo, que yo animé con paciencia y caricias.
A los otros dos les tocó desahogarse hablando: sus ansiedades, sus carencias… Muchos no solo quieren follar; quieren que alguien los escuche con ternura. El cuarto fue diferente. Juana me avisó en el pasillo: “Este ha pedido anal y te lo paso a ti; las demás están ocupadas. Ha pagado hora y media”. Mi primer pensamiento fue egoísta y protector: menos mal que no se lo han mandado a Lola. “Dame cinco minutos”, le dije.
Me preparé con calma. Me lavé el culo a conciencia, introduje dos dedos cargados de lubricante frío y viscoso, abriendo y relajando el anillo. Hacía días que nadie me penetraba por detrás; no escatimé. Deseé en silencio que la tuviera normal, pequeñita, manejable. Entró él: unos cuarenta y ocho o cincuenta años, traje elegante, barriga de oficinista que aún no le afea, rostro bien afeitado.
Lo recibí con un salto de cama negro transparente, sin sujetador, los pezones endurecidos marcándose, y unas braguitas negras tan finas que mi coño depilado se intuía perfectamente. Cuando me mojara, no quedaría nada a la imaginación. Le recordé la regla de oro: “Si quieres anal, sin problema, pero siempre con preservativo”. Aceptó sin rechistar. Empezamos despacio, que ya es raro.
Nos desnudamos. Yo quedé solo con las braguitas; él completamente desnudo, con una erección dura y prometedora. Por suerte, un pene normal: largo justo, fino, venoso. Me arrodillé y me lo metí en la boca, chupando despacio, saboreando la piel caliente, la gota salada que ya asomaba. Gemía bajito; ya estaba al máximo. Me levanté, lo llevé a la cama. Me tumbé al borde, abrí las piernas y lo invité: “Ven, pruébame”.
Apartó la tela de la braguita y su lengua atacó mi coño de abajo arriba, lenta, experta. Me lamió los labios, succionó el clítoris, metió la lengua dentro. Me corrí en su boca con un jadeo largo, las caderas temblando. Pero no paró. Me levantó las piernas hasta los hombros y su lengua bajó, buscando el ano. Me lamió el agujerito con devoción, rodeándolo, presionando. Volví a correrme, esta vez por el morbo puro de sentirme tan expuesta, tan puta profesional.
Subió encima de mí. Mi coño chorreaba. Me penetró en misionero, profundo, rítmico. Follaron más de tres cuartos de hora, cambiando posturas: yo encima cabalgándolo, él detrás embistiéndome de lado, yo otra vez debajo abriendo todo. Se corrió con un gruñido, llenando el preservativo de semen espeso y abundante. Le limpié la polla con una toallita húmeda.
Se tumbó exhausto. Me acurruqué a su lado, cariñosa, agradecida en secreto por el placer que me había dado. Mis dedos recorrieron su barriga, su pecho, su cara. Bajé hasta el pene semi blando y, con mis propios jugos, lo unté y lo masturbé entre las palmas abiertas, como un sándwich caliente y resbaladizo. En pocos minutos volvió a endurecerse, palpitando. Le coloqué un preservativo nuevo. Sus ojos brillaban con ese deseo oscuro que muchas mujeres niegan en casa. Me puso a cuatro patas al borde de la cama.
Primero me pasó la lengua por el ano otra vez, humedeciéndolo todo. Abrió mis nalgas, se colocó de pie, una pierna sobre el colchón y empezó a empujar. La punta entró despacio. Sentí el estiramiento, el ardor inicial. Respiré hondo, empujé hacia atrás. El esfínter cedió y, de golpe, me empaló hasta el fondo. Solté un gemido entre dolor y alivio.
El anal no es lo mío; lo aguanto porque el cliente paga y yo soy profesional. Pero este lo hacía bien: lubricado, constante. Empecé a frotarme el clítoris con furia para compensar. “¡Más fuerte, joder! ¡Fóllame el culo como una puta!”, le solté cuando noté que se acercaba el final, sabiendo que esas guarradas lo volvían loco. Y funcionó.
Me agarró las caderas y embistió con rabia. “¡Me corro, me corro en tu culo apretado!”, gruñó. Explotó dentro del preservativo, llenándolo hasta casi reventar. Yo me corrí también, apretando su polla con el ano, el clítoris hinchado bajo mis dedos.
Nos derrumbamos. Le quité el preservativo pringoso, lo estiré en la cama y lo acaricié con ternura hasta que la hora y media se acabó. Un beso suave y se marchó. Me duché rápido; el ano me escocía un poco, pero estaba contenta: mejor yo que Lola.
Un último cliente sin pena ni gloria y a casa.
Lola me esperaba en el salón. Juana nos pagó, nos cogimos de la mano y salimos juntitas, calentitas, con el cuerpo aún vibrando.
Continuara...



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