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Relato erótico: Noche de fuego en la ciudad extranjera


Me llamo Lucía, tengo 23 años, y desde que llegué a esta universidad en Ámsterdam, mi vida se ha transformado en un torbellino de sensaciones. Mis dos mejores amigas, Clara y Sofía, vinieron conmigo desde Madrid para estudiar un semestre en el extranjero. Las tres compartimos un pequeño apartamento cerca de los canales, un lugar que se ha convertido en nuestro refugio, nuestro santuario de placer. Aquí, lejos de las miradas juzgadoras, hemos abrazado nuestra libertad sexual, explorando cada rincón de nuestros deseos sin restricciones. Pero lo que realmente enciende nuestra piel es él: Daniel, un estudiante holandés que conocimos en una fiesta al inicio del curso. Desde entonces, los cuatro hemos creado un vínculo ardiente, un juego erótico que nos consume y nos libera. Era viernes por la noche, y el aire en nuestro apartamento olía a incienso y a la promesa de algo salvaje. Habíamos planeado una velada íntima, solo nosotros cuatro. Clara, con su melena castaña y sus curvas que parecían esculpidas por un artista, estaba descalza, moviéndose al ritmo de una playlist de R&B que llenaba la sala. Sofía, más menuda, con ojos oscuros que parecían guardar mil secretos, reía mientras servía vino tinto en cuatro copas. Yo, con mi pelo negro suelto y un vestido ajustado que apenas cubría mis muslos, sentía ya el cosquilleo de la anticipación en mi piel. Daniel llegó puntual, como siempre. Alto, con una mandíbula definida y unos ojos verdes que parecían desnudarte con una sola mirada, traía consigo esa energía magnética que nos volvía locas. Nos saludó con una sonrisa pícara, dejando una botella de licor de hierbas sobre la mesa. “¿Listas para esta noche, chicas?” dijo, y su voz grave hizo que un escalofrío recorriera mi columna. No perdimos el tiempo. Nos sentamos en el sofá, los cuatro apretados, dejando que el roce de nuestras pieles encendiera la chispa. Clara fue la primera en moverse, inclinándose hacia mí para besarme. Sus labios eran suaves, cálidos, y sabían a vino. Su lengua se deslizó dentro de mi boca, lenta, exploradora, mientras sus manos subían por mi muslo. Sentí cómo mi cuerpo respondía, un calor húmedo creciendo entre mis piernas. Sofía, a mi lado, no se quedó atrás. Se acercó a Daniel, besándolo con una intensidad que casi podía sentirse en el aire. Sus manos se enredaron en su pelo, y él gruñó suavemente, un sonido que me hizo apretar los muslos.
Pronto, la ropa comenzó a desaparecer. Mi vestido cayó al suelo, dejando mi cuerpo expuesto salvo por un tanga de encaje negro. Clara se deshizo de su camiseta, revelando sus pechos firmes, los pezones ya endurecidos por la excitación. Sofía, siempre más audaz, se quitó todo de una vez, quedando gloriosamente desnuda, su piel morena brillando bajo la luz tenue. Daniel, con esa calma que nos volvía locas, se quitó la camisa, dejando al descubierto un torso definido, y luego los pantalones, revelando su erección, dura y prominente bajo la ropa interior. “Joder, qué ganas tenía de esto”, murmuré, mi voz ya cargada de deseo. Clara se rió, acercándose a mí. “Vamos a hacer que esta noche sea inolvidable, Lucía”. Me empujó suavemente hacia el sofá, y antes de que pudiera reaccionar, sus labios estaban en mi cuello, bajando lentamente hasta mis pechos. Chupó uno de mis pezones, mordisqueándolo con cuidado, mientras su mano se deslizaba entre mis piernas, apartando el encaje para tocar mi clítoris. Gemí, arqueando la espalda, mientras sentía sus dedos moverse en círculos, expertos, haciéndome temblar. Sofía, mientras tanto, se había arrodillado frente a Daniel. Con una mirada traviesa, le bajó los bóxers, liberando su polla, gruesa y pulsante. “Mírala, qué preciosidad”, dijo, lamiéndose los labios antes de inclinarse para lamer la punta. Daniel dejó escapar un gemido ronco, sus manos enredándose en el pelo de Sofía mientras ella lo tomaba en su boca, succionando con una mezcla de suavidad y hambre. Yo no podía apartar la vista, el calor entre mis piernas creciendo mientras Clara seguía tocándome, sus dedos ahora deslizándose dentro de mí, explorando mi humedad. “Ven aquí, Sofía”, dije, mi voz temblorosa de deseo. Ella se apartó de Daniel por un momento, gateando hacia mí con una sonrisa. Clara se movió para dejarle espacio, y pronto las tres estábamos enredadas, un nudo de piel, gemidos y deseo. Sofía se inclinó entre mis piernas, su lengua reemplazando los dedos de Clara. “Pasa tu lengua por mi coño”, le susurré, y ella obedeció, lamiendo mis pliegues con una lentitud que me hizo jadear. Clara, a mi lado, besaba mi boca, sus manos acariciando mis pechos, pellizcando mis pezones hasta hacerme gemir contra sus labios. Daniel nos observaba, su mano moviéndose lentamente sobre su erección. “Joder, sois increíbles”, dijo, su voz cargada de deseo. Se acercó, arrodillándose junto a nosotras. Clara fue la primera en reaccionar, inclinándose para tomar su polla en la boca. La chupó con avidez, sus labios deslizándose por toda su longitud, mientras Sofía seguía lamiéndome, su lengua ahora más rápida, centrándose en mi clítoris. “Lame mi clítoris, joder, no pares”, gemí, mis manos enredándose en su pelo. Pronto, las tres estábamos alrededor de Daniel, nuestras bocas turnándose para complacerlo. Yo lamía la base de su polla mientras Clara chupaba la punta, y Sofía jugaba con sus testículos, lamiéndolos con delicadeza. Los gemidos de Daniel llenaban la habitación, cada vez más roncos, más urgentes. “Me vais a volver loco”, gruñó, y nosotras reímos, sabiendo el poder que teníamos sobre él. Clara fue la primera en querer más. “Fóllame, Daniel”, dijo, tumbándose en el sofá y abriendo las piernas. Su coño estaba húmedo, brillante, y Daniel no necesitó más invitación. Se colocó entre sus piernas, penetrándola con una estocada profunda que la hizo gritar de placer. “Lléname, joder, dame todo”, gimió Clara, sus uñas clavándose en los hombros de Daniel mientras él la embestía, sus caderas moviéndose con un ritmo perfecto. Sofía y yo no nos quedamos atrás. Me tumbé junto a Clara, y Sofía se colocó entre mis piernas, lamiéndome de nuevo mientras yo acariciaba su coño con mis dedos. “Lame mis pliegues, Sofía, hazme correrme”, le supliqué, y ella intensificó sus movimientos, su lengua danzando sobre mi clítoris hasta que sentí el orgasmo acercándose, un calor abrasador que me hizo temblar. “Joder, me corro, me corro”, grité, mi cuerpo convulsionándose mientras el placer me atravesaba. Daniel, al verme, salió de Clara y se acercó a mí. “Quiero sentirte, Lucía”, dijo, y antes de que pudiera responder, estaba dentro de mí, su polla llenándome por completo. Gemí, mis piernas envolviéndolo, mientras él me follaba con fuerza, cada embestida llevándome más cerca de otro clímax. Clara y Sofía estaban ahora enredadas, comiéndose el coño la una a la otra, sus gemidos mezclándose con los míos. “Dame tu leche, Daniel, quiero sentirla”, grité, y él gruñó, sus movimientos volviéndose más rápidos, más desesperados. Cuando Daniel alcanzó su clímax, se retiró, y las tres nos arrodillamos frente a él, nuestras bocas abiertas, ansiosas. Su semen caliente cayó sobre nosotras, y nos besamos, intercambiándolo de boca en boca, nuestras lenguas danzando en un frenesí de deseo. “Joder, qué rico”, murmuró Sofía, lamiéndose los labios, mientras Clara y yo seguíamos besándonos, nuestras manos masturbándonos mutuamente hasta que alcanzamos otro orgasmo, nuestros cuerpos temblando en un éxtasis compartido. Nos desplomamos en el sofá, sudorosos, jadeantes, pero con una sonrisa en los labios. La noche estaba lejos de terminar, y sabíamos que este era solo el comienzo de otra aventura. Aquí, en este rincón de Ámsterdam, éramos libres, éramos fuego, éramos placer sin límites.
por: © Mary Love
Mary Love (@tequierodori) / X

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