Esa noche, cuando el coche blindado me dejó frente a la mansión de Pablo, yo ya estaba mojada. No por miedo, sino por anticipación pura, animal. El jefe —el hombre que manejaba medio país desde un despacho con vistas al Nilo— me había elegido personalmente. «Ahuri», me dijo mientras me pasaba el dedo por el labio inferior, «esta noche vas a ser de Pablo. Y Pablo va a volverse loco contigo».
Me bajé del coche con el vestido rojo que él mismo había elegido: tan fino que se me marcaban los pezones endurecidos, tan corto que si me inclinaba un poco se me veía el tanga de encaje negro. Los guardias llevaron las maletas: joyas, lencería de La Perla, perfumes que cuestan más que un riñón, juguetes que todavía no había estrenado. Todo regalo del jefe. Todo para que Pablo me abriera de piernas y no pudiera parar.
Pablo me esperaba en la puerta. Camisa blanca abierta hasta el pecho, pantalones oscuros, esa mirada de hombre que ya sabe que va a follar duro. Me miró de arriba abajo como quien mira un banquete después de meses de ayuno.
—Bienvenida a casa, esposa —dijo con esa voz ronca que me puso la piel de gallina.
Entramos. La mansión olía a madera cara y a sexo prometido. Me llevó directamente al salón principal, donde había una mesa preparada solo para dos: caviar, champán, fresas, chocolate caliente. Pero ninguno de los dos tenía hambre de comida.
Se acercó por detrás mientras yo miraba la vista al jardín iluminado. Sus manos grandes me agarraron las caderas, me pegó a él. Sentí su erección dura contra mi culo.
—¿Sabes cuánto tiempo llevo imaginándome esto? —susurró contra mi cuello, mordiendo suave—. Desde que el jefe me mostró tu foto desnuda, con las piernas abiertas y ese coño depiladito brillando de lo mojada que estabas.
Gemí. No pude evitarlo.
Me giró, me besó como si quisiera comerme viva. Lengua profunda, dientes, manos que ya me estaban subiendo el vestido. Me alzó sobre la mesa, abrió mis piernas de un tirón. El tanga se rompió con un sonido seco.
—Mira cómo estás —gruñó, metiendo dos dedos dentro de mí sin aviso—. Empapada. Esto no es solo por el jefe, ¿verdad? Esto es por mí.
—Todo por ti —jadeé, arqueándome—. Desde que te vi en esa cena, con esa camisa ajustada y esa polla marcándose… me he tocado pensando en ti todas las noches.
Me sacó los dedos, se los chupó mirándome a los ojos.
—Sabe a vicio puro.
Me bajó de la mesa, me llevó en brazos hasta el dormitorio principal. Una cama enorme, sábanas de seda negra, espejos en el techo. Me tiró encima, se quitó la camisa. Ese torso… Dios. Músculos marcados, tatuajes antiguos, vello justo en el sitio perfecto. Me quedé mirando su paquete, ya durísimo bajo el pantalón.
—Quítame todo —ordenó.
Me arrodillé en la cama, le bajé la cremalla despacio. Su polla saltó fuera, gruesa, venosa, la punta ya brillando de precum. La agarré con las dos manos, apenas cabía. La lamí desde la base hasta la punta, saboreando esa gota salada.
—Joder, Ahuri… —gruñó, enredando los dedos en mi pelo—. Chúpamela entera.
Me la metí hasta la garganta, ahogándome un poco, saliva cayendo. Él empujaba suave pero firme, follándome la boca. Yo gemía alrededor de su polla, vibrando. Me sacó de golpe, me tumbó boca arriba.
—Ahora te toca a ti.
Me abrió las piernas, se hundió entre ellas como si llevara años esperando ese momento. Lengua experta, succionando mi clítoris hinchado, metiendo dedos, curvándolos justo ahí. Yo me retorcía, tiraba de su pelo, gemía su nombre.
—Pablo… joder… me voy a correr en tu boca…
—Córrete, preciosa. Quiero beberte entera.
Y me corrí. Fuerte. Grité, temblé, le inundé la cara. Él no paró, siguió lamiendo hasta que supliqué que parara porque no podía más.
Me puso a cuatro patas frente al espejo. Me miró a los ojos a través del reflejo mientras se ponía detrás.
—Vas a verte mientras te follo como una puta.
Entró de un solo empujón. Grueso, caliente, llenándome hasta el fondo. Grité de placer.
—Dios… sí… más profundo…
Empezó a bombear, lento al principio, luego cada estocada rozándome el punto G. Yo empujaba hacia atrás, pidiéndole más.
—Mírate —gruñó—. Mira cómo te follo. Mira cómo te abre esa polla gorda ese coño apretado.
Yo miraba. Veía mis tetas rebotando, mi cara de vicio, su expresión de animal mientras me taladraba.
—Acelera… Pablo… fóllame más fuerte…
Y aceleró. Duro. Salvaje. Los golpes de sus caderas contra mi culo resonaban en la habitación. Me agarró del pelo, me arqueó la espalda.
—Dime que eres mía.
—Soy tuya… solo tuya… fóllame… rómpeme el coño…
Me dio una nalgada fuerte. Otra. Otra. Hasta que mi culo ardía y yo lloriqueaba de placer.
Me sacó, me puso boca arriba, me abrió las piernas en alto. Volvió a entrar, más profundo todavía.
—Te voy a llenar de leche… hasta que chorree por tus muslos…
—Sí… córrete dentro… quiero sentirte palpitar…
Empezó a follarme como si quisiera partirme en dos. Yo le clavaba las uñas en la espalda, le mordía el hombro.
—Pablo… me corro… me corro otra vez… ¡joder!
—Córrete conmigo, zorrita… apriétame esa polla…
Y explotamos juntos. Él rugió, se hundió hasta el fondo, sentí cada chorro caliente inundándome. Yo temblaba, gritaba, me corría tan fuerte que vi estrellas.
No paró. Me dio la vuelta, me puso encima. Yo todavía palpitaba cuando empecé a moverme, despacio, sintiendo cómo su semen me lubricaba.
—Otra vez —dije, mirándole a los ojos—. Quiero que me folles hasta que no pueda caminar.
Y lo hizo. Toda la noche.
Me folló contra la pared del baño mientras la ducha nos caía encima.
Me folló en el suelo de la cocina, con mis piernas sobre sus hombros, lamiéndome el culo mientras me metía tres dedos.
Me folló en la terraza, con el aire fresco en la piel, tapándome la boca para que no nos oyeran los guardias.
Cada vez más profundo, más sucio, más nuestro.
Al amanecer, estábamos destrozados, cubiertos de sudor, semen y mordiscos. Me abrazó fuerte, besándome la frente.
—Te amo —susurró—. Desde el primer segundo que te vi.
—Y yo a ti —respondí, besándole el pecho—. Y voy a amarte más cada vez que me folles así.


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